Todos los días a la misma hora ella entraba por esa puerta. Siempre sola. Todo su encanto radicaba en su ordinaria naturaleza. Tenía un aspecto varonil. Bueno, no exactamente, tenía una manera de caminar varonil pero sus facciones eran las más delicadas de las delicadas. Era como soñar dentro de un sueño, era demasiado. Su pelo corto, con risos perfectamente colocados en espacio y tiempo. Sonrisa que rimaban con sus ojos y un par de anteojos que seguro eran solo parte de una moda. Me entraba una clase de ansiedad tenerla ahí en el mismo café de la esquina, ansiedad que se intensificaba cuando no alcanzaba a ver el titulo del libro que leía. Debe ser el hecho de no poderme parar e ir a preguntarle ¿Cómo te explico nena? Que me gustan los más machos, no me gustan las femeninas pero en esta abstracta infatuación, me gustas tú.
Ella sentada en la parte trasera, en el ultimo sofá a la izquierda, observando todo y observando a todos. Con una faldita de niña buena, camiseta de rayas que parecía tener lo que era una mancha de café (que seguro tenía ya meses ahí). Su mirada merodeaba por todo el lugar, buscando donde clavar esa prejuiciosa y a la vez curiosa percepción, necesitaba un sujeto al cual sacrificar en su ritual de café. Había un muchacho sentado a su izquierda, lleno de tatuajes de pie a cabeza, que seguro tiene una novia igualmente cubierta de tinta. Su novia seguro se viste de una manera muy provocativa para llamar la atención de los hombres y dar vida a los celos de su abobado compañero. Seguro comparten un sin número de vicios socialmente inapropiados y a la vez irónicamente apropiados. Tienen sexo en todas las posiciones que pueda imaginar y no saben expresar sentimientos. Se maltratan, beben, consumen drogas y practican frecuentemente el sexo oral. Y ahí está ella. Peor que ellos dos, la de la faldita, y los risos. La que lee libros en su tiempo libre. La que toma largas duchas imaginandolo a él. Cargando de café en café ese bagaje intelectual que la caracteriza en todos sus desahogos artísticos-literarios. Dando aire y vida a esa corriente filosófica que la empujo a no ponerse nada abajo de esa faldita esta mañana. Esa nena tan pulcra e impecable.
Ya iba adueñandome de una clase de certeza, una que nunca había saboreado. Me daba vergüenza y al mismo tiempo esa certeza me arropaba en las noches. Estaba segura de que me la iba a encontrar en otros lugares. Esos lugares que ella ni conocía. Y cada vez que veía unos risos adueñandose de la periferia se me aceleraba el pulso. Como si supiera que ella me andaba buscando cuando en realidad la que la buscaba era yo. Dejé de buscarla en ese café, cuando empezé a encontrarla debajo de mis sabanas cargando más huesos de la cuenta y más penas que Sartre. Me la encontraba en la ducha, en la mesa a la hora de la cena jugando con la comida y de madrugada entrando a la casa de puntillas. Mirate los labios nena, están rojos. Te propongo algo, juguemos con semánticas, que tus labios combinan con fuego y en llamas se enciende tu boca y se consumen mis ganas cuando hablas de las cosas que él te hacía. Cuentamelo todo. Me vine cansando de este rodeo en las noches que no encontraba lo que buscaba dentro de sus pantaletas y ella todo lo contrario. Ni sé en que momento empezó a usar pantaletas, ¿de qué más me habré perdido? Ella siempre era todo lo contrario. En ese momento me di cuenta que todos los momentos en los cuales bajé por el sendero de la contradicción era para encontrarmela en su faldita.
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